El plagio a Frisby y la ética como marca registrada

Por Eric Duport Jaramillo

Hace unos días, el país entero se encontró con una noticia desconcertante: en España, unos supuestos empresarios decidieron copiar, casi calcar, el nombre, los colores, los símbolos e incluso la esencia de Frisby, una de las marcas más queridas por los colombianos. No hablamos de inspiración, sino de una copia directa, un plagio disfrazado de legalidad.

No soy experto en propiedad intelectual internacional, pero he conocido procesos similares en Colombia. Cuando alguien solicita el registro de una marca, tanto la Superintendencia de Industria y Comercio, de oficio, como el titular de una marca previamente registrada pueden oponerse al nuevo registro, alegando la preexistencia y la similitud que pueda inducir a error o confusión en el consumidor. Si la marca anterior no está en uso, el solicitante puede pedir su cancelación y, luego, proceder con el nuevo registro. Pero hay una diferencia fundamental pues en el caso descrito no se busca aprovechar el reconocimiento ni la reputación de la marca cancelada, porque precisamente está en desuso y ha perdido su conexión con el mercado.

Lo que ocurre en España es algo muy distinto. Allí, alguien identificó el valor de la marca Frisby, reconoció su éxito y su fuerza en el mercado colombiano, y decidió apropiarse de su apariencia para generar confusión deliberada. Aunque la marca original estaba registrada, su falta de uso en ese territorio abrió la puerta para una maniobra que puede ser legal (no lo sé), pero que es profundamente inmoral.

Este no es un debate técnico, sino una cuestión profundamente ética. Lo que está ocurriendo en España es, en esencia, un fraude moral: se están aprovechando las grietas del sistema legal para disfrazar de «ingenio empresarial» lo que no es más que un acto de oportunismo. Es una copia descarada del esfuerzo de casi 50 años, como si la ética fuera opcional y no el ingrediente esencial de una empresa que, como Frisby, ha sabido construir confianza en cada receta, en cada establecimiento y en cada entrega a domicilio.

¿De verdad creen estos supuestos empresarios que un negocio construido sobre la trampa tendrá futuro? ¿Quién confiará en una franquicia nacida del engaño? ¿Quién querrá comer un pollo servido con la salsa del plagio y la falta de integridad?

A quienes intentan lucrarse de esta marca les auguro el peor de los destinos empresariales. No solo porque lo que empieza mal termina peor, sino porque subestimaron algo esencial: la conciencia colectiva. En tiempos de redes sociales, los colombianos, dentro y fuera del país, ya conocen la historia. Y nadie quiere ser parte del éxito de un impostor.

Este no es un caso que admita debate desde lo ético. Lo medio ético, lo casi ético, simplemente no existe. La ley puede permitir ciertos vacíos, pero la ética siempre señala el camino y las empresas que caminan sin ella, tarde o temprano tropiezan con su propia falta de principios.

Ojalá ningún incauto caiga en la trampa. Porque lo único que esos empresarios podrán ofrecer a quien les compre una falsa franquicia será una razón social con un capital social de dos mil euros y una historia que, desde su origen, se derrumba por dentro.

Por ahora, solo me queda agradecer a Frisby, a sus fundadores, a sus trabajadores y a sus domiciliarios por haberle servido, con cariño y con ética a mi familia el mejor pollo del mundo. Ese que no se copia. Ese que sabe a principios firmes y compartidos.